lunes, marzo 31, 2008

Frágil


Para D., con todo mi afecto


El perfil de la Luna se recorta mayestático en el firmamento. Tan sólo un elenco de grillos templa su canto bajo una centelleante miríada de estrellas que salpica el cimborio del cielo. La ligera brisa que sopla del oeste, junto con las sombras fantasmagóricas que proyecta el plenilunio, le confieren a la noche un aspecto sobrecogedor y mágico. Cualquier cosmogonía se antoja ahora banal. A quién le puede importar el origen del orden absoluto que reina en la Tierra durante estos instantes evasivos a la inteligencia más refinada, tan inaprensibles como el agua que fluye libremente río abajo dejando un leve lamento entre las rocas. Ha venido hasta este lugar con la intención de dar refugio a su yo más profundo, con la esperanza de que sus abigarrados sentimientos aprehendan la esencia misma de ese orden natural que tanto la fascina. Se descalza junto a la orilla para sentir el contacto frío del agua. Enseguida percibe que una nueva savia recorre sus piernas, nutre su abdomen y vivifica su corazón. Por fin, cuando ese torrente de energía alcance sus pensamientos, podrá inquirir sobre todo aquello para lo que hasta entonces no ha encontrado respuesta.

Se detiene un instante a contemplar su reflejo sobre la superficie reverberante del agua. Su rostro le resulta agradable, grácil. No puede evitar que una punzada de vanidad la invada repentinamente. Pero no tarda en reprenderse, porque sabe que todo cuanto de bello y perfecto encuentra en su cuerpo se debe al mismo destino caprichoso que ha querido que otra parte de su ser físico no lo sea. Eso la aflige. Con suavidad, desliza su falda de guipur hacia el suelo, y dejándose llevar por movimientos inconscientes, mil veces aprendidos, se va desnudando bajo la atenta mirada de la noche. Se siente prisionera de su cuerpo pero deshacerse de las vestiduras le proporciona un atisbo de libertad. Para los presos, la menor indulgencia siempre es bien recibida y hace más llevadera su pena. Es así como se siente, como un reo, condenada a sufrir el agravio de una falta de la que no es responsable. Con todo, no atribuye a los designios divinos o cósmicos la causa de su lancinante dolor. Incomprensiblemente, son los otros prisioneros, los que como ella están abocados a soportar esta trena llamada vida, quienes la han vilipendiado con sus prejuicios y su indiferencia.

El cuerpo es un accidente necesario para dar forma a la singularidad del ser humano pero está muy lejos de conformar su esencia. Ser capaz de ponerse en el lugar del otro, de suplir las debilidades ajenas con los redaños propios, nos aparta del animal primigenio que un día se asustaba en la caverna ante toda disimilitud con su propia imagen. Quien desprecia a sus semejantes se desprecia a sí mismo e invoca la cólera de la diosa Fortuna, cuyos lances resultan siempre arbitrarios e inescrutables. Pero nada de esto que ella sabe tan cierto parece haber enraizado en el pensamiento de muchos de sus congéneres. En demasiadas ocasiones los demás le han negado el amor y la confianza que generosamente había depositado en ellos. Inspira profundamente. Ya no está dispuesta a tolerar más ignominia.

En un trance de rabia empieza a lanzar guijarros al río, uno tras otro, con denuedo. La imagen virginal que antes temblaba aterida de frío sobre la superficie del agua, se desdibuja a cada pedrada pero vuelve a reconstruirse con la misma rapidez con la que se deforma. Un súbito pensamiento la asalta. ¿Y si sólo fuese un error de percepción? Su capacidad de amar permanece intacta; su bondad es pura; su actitud, diligente; y sus sentimientos, irreprochables. Todo lo espiritual que puede caber en la idea de perfección se aúna en su persona. Sin duda, la imperfección habita en los intolerantes sin corazón y en el odio infundado de los vejadores, mas no en ella. A la sinrazón de quién le arroja un guijarro debe responder reconstruyéndose al instante, como esa imagen especular que ahora la contempla con demudado gesto de satisfacción. Desiste en arrojar el último guijarro y lo deja caer al suelo. Con las manos ya libres, acaricia su vientre. Se mira de soslayo en el espejo del río. Un maternal arrebol se instala en sus mejillas. Se sabe preñada de una nueva revelación que la hará feliz. El destino ya ha decidido demasiado por ella y no lo ha hecho nada bien. Ha llegado su momento.

Neuromante