Viernes, 22 de febrero de 2008
Crecí en la cultura de las verdades reveladas (yo soy el que soy y todo eso), por lo que me he pasado la vida esperando una carta, un telegrama, una llamada de teléfono. No se trataba de una espera consciente, desde luego. Me he dado cuenta ahora, de mayor, al reflexionar sobre mi existencia y advertir que siempre he atendido de forma un poco ansiosa al teléfono, que nunca he dejado de revisar la correspondencia (aunque fuera del banco), que he abierto la puerta de mi casa a todos, fueran testigos de Jehová o vendedores de aspiradoras. Incluso he invitado a los segundos a merendar, por si fueran portadores de un mensaje. He sufrido también la variante más cruel de esa espera: la de creer que podría serme revelada una novela genial, un poema único, una teoría científica definitiva. Pero jamás he tenido la suerte de escribir al dictado. Todo ha salido de mi pluma, a veces de manera harto dolorosa. Ocasionalmente, he sufrido destellos insignificativos, pero de apenas dos o tres segundos, y me cogían siempre fuera de la mesa de trabajo. Nada comparable a la alucinación continuada que permitió a Dante escribir La Divina Comedia o El Quijote a Cervantes. No he intuido nada que haya ocurrido días o semanas después. Ese silencio cósmico me ha hecho sentirme como una persona poco querida por los dioses. Visto, sin embargo, con la perspectiva que dan los años, casi es una bendición. No debe de ser fácil estar a la altura de la Teoría de la relatividad, de la Odisea, de la Interpretación de los sueños. Es un alivio saber que puedes dejar de atender al teléfono, de leer correspondencia del banco o de abrir la puerta a los vendedores ambulantes sin que se pierda nada trascendental para la humanidad. Quizá he recibido la revelación de que no hay revelación, de la que tomo nota.