Firmin vive literalmente de los libros, que digiere a la vez en su estómago y en su cerebro, convirtiéndose de forma paulatina en un humano encerrado en el cuerpo de una rata, que reescribe el Retrato del artista adolescente (en inglés leeríamos en realidad A portrait of the artist as a young rat), y que a fuerza de morder y deglutir páginas se vuelve un crítico literario de envidiable talento, capaz de atropar autores como Carson McCullers, el Joyce de Finnegans Wake, Tolstói, George Eliot, Proust o el Dickenks de Oliver Twist, con cuya legendaria desgracia siente empatía el bueno de Firmin, a la vez que suscribe con ironía la necesidad de un canon (repitiendo una y otra vez "éste es uno de los Grandes") y pasa revista con delicioso humor a los tópicos del mundillo literario, el bourbon hasta altas horas junto a una Underwood, autores firmando ejemplares, ediciones de bolsillo del Henry Miller más obsceno llegadas por contrabando desde París o editores rechazando magníficos originales de tres al cuarto. El monólogo de Firmin atraviesa párrafos de divertida dietética libresca -¿Scott Fitzgerald tal vez más agridulce que D. H. Lawrence?- y de una entrañable picaresca de la supervivencia que une a nuestro roedor de palabras con las tribulaciones de Lennie y de George, aquellos roedores de mendrugos de De ratones y hombres (1937), de Steinbeck. Firmin no soporta ni a Micky Mouse ni a Stuart Little (con Ratatouille, en cambio, harían sopa de letras), pero se tratan como hermanos con el infalible librero Norman ("nunca le ponía Peyton Place en las manos a alguien que habría sido mucho más con El Doctor Zhivago") y traba una amistad de cuento de hadas con el rechoncho Jerry Magoon, un escritorcillo de ciencia-ficción con el que escucha a Charlie Parker a todo trapo y ve películas en tecnicolor, y que recuerda sin esfuerzo a Kilgore Trout, aquel estrafalario escritor de serie B concebido por Kurt Vonnegut, cuya obra, con la farsa de la creación que tituló El desayuno de los campeones a la cabeza, estuvo muy presente en la memoria de Savage mientras redactaba Firmin. Nuestro letraherido ratoncito quisiera ser personaje de todas las novelas que le han encandilado y, como Alicia en el País de las Maravillas, ve en la ficción una válvula de escape de la rutina de la vida, nos contagia sin remedio esa visión y, siendo en ocasiones Anna Frank y a veces Fred Astaire, disfrazándose de Gatsby y de bostoniano de Henry James vuelto del revés, Mr. Firmin nos conmueve para siempre con sus lecciones de humanidad, sentido del humor y aguda sátira de nuestro loco mundo, nos empuja a leer aún más y nos impide volver a gritar ¡malditos roedores!