La senda que discurre junto al río es demasiado angosta para acoger su rabia, aunque cómplice solícita de sus sollozos, que se mezclan con el chapoteo rítmico e incesante de unos raídos zapatos de charol. Gime al socaire de los árboles y pisa cada vez con más determinación, al tiempo que el vestido nuevo de muselina verde se va llenando de pequeñas salpicaduras de barro. Tiene un cuerpecito delgado y frágil, la tez muy pálida y una piel que roza la transparencia, con multitud de delicadas venas surcándole el rostro y los brazos. Me pregunto cuál será la causa de su aflicción, qué clase de angustia la impulsará a caminar sin rumbo entre los álamos blancos.
─¡Le felicito sinceramente, señor! Esta obra es digna de lo más granado del arte impresionista. De aquí a nada lo veo a usted exponiendo sus obras en Marmottan, d’Orsay, Fabre o el mismísimo Louvre. ─ Tanta adulación siempre me ha causado cierto desasosiego porque hace que irrumpa en mí la sombra de las dudas, pero viniendo del señor Dupin, los comentarios halagüeños nunca han de tomarse como una trivialidad obsequiosa sino, simplemente, como una perversa mentira.
─¡Dios lo oiga, señor Dupin, pero creo que de momento será mejor que no abandone la tahona si no quiero morirme de hambre!
Qué afortunado soy. Puedo contemplar escenas emocionantes incluso cuando estoy limpiando mis pinceles. En realidad, no sé si soy testigo azaroso de lo que sucede o si es mi mente, con sus deseos, la que traza mi destino, pero cierto es que hace unos minutos me lamentaba de la excesiva calma del humedal y no ha pasado ni un suspiro hasta que ella ha aparecido río arriba. De pronto, se derrumba y deja caer todo su ligero peso sobre las rodillas, que ceden sin mostrar resistencia, en medio del camino. Voy a acercarme. Me intriga su comportamiento pero temo asustarla. No es mi intención asustarla.
─ ¿Por qué lloras? ¿Te ha sucedido algo malo? ─ Como era de esperar, reacciona con estupor, pues se creía a solas con su tormento. Trato de disculparme por entrometerme de aquella manera, le acerco mi pañuelo para que seque sus lágrimas y ella parece aceptar mis disculpas con agrado.
─ Pues si no piensa exponer ese cuadro en ningún museo, sería una verdadera pena que dejara pasar la oportunidad de vendérselo a alguien como yo, que sabe apreciar el arte en su justa medida. Porque el verdadero arte, amigo, es aquél que trasciende la mera belleza de lo representado para adentrarse en su compleja realidad emocional. Y usted, créame, ha sabido plasmar en esa grácil muchacha los sentimientos de un Dios vulnerable y enervado ante la maldad humana.─ El señor Dupin, en su empeño por alabar mi pintura había revelado su verdadera intención, la de hacerse con el cuadro. Pero aquel cuadro jamás sería vendido ni por toda la plata de Potosí.
Ahora que la veo más calmada, estoy pensando en llevarla a mi escondrijo del viejo molino y enseñarle el paisaje que estoy pintando. Seguro que le gustará o, al menos, se distraerá y olvidará por un momento sus penas, cualquiera que fuesen. En efecto, su rostro está más relajado, y aunque todavía no me ha confiado el porqué de su desdicha, seguro que lo hará. El paisaje le ha gustado mucho y no para de hacerme preguntas sobre mi afición por los pinceles. Parece interesada de verdad.
─Lamento decirle, señor Dupin, que no puedo venderle ese cuadro. Pídame cualquier otro, le haré uno por encargo si quiere, pero el cuadro de la muchacha desnuda en el río no se lo vendería ni a su maltrecho Napoleón, aunque el emperador tuviese a bien resucitar para comprármelo. Porque esa muchacha que usted audazmente interpreta como la representación misma del maniqueísmo entre la grandeza de Dios y la iniquidad del hombre, no es fruto de mi imaginación, sino una mujer de carne y hueso que un día se interpuso en mi vida, más concretamente, entre mi lienzo y yo.
Esperaba el relato de una discusión con su madre o, tal vez, diferencias con alguna de sus amigas o la intransigencia de un padre que se indigna por la actitud rebelde de su hija. Pero lentamente, con un hilo de voz y declamación entrecortada, va trazando su particular historia y revelándome la causa de su dolor.
─ Ustedes, los artistas, tienen fama de mujeriegos. Si guarda con tanto celo el retrato de una mujer desnuda, puedo adivinar que se tratará, sin duda, de una de sus amantes.
─ Bueno, señor Dupin, usted tiene todo el derecho del mundo a pensar lo que quiera. Lo de mujeriego no va conmigo. En ese sentido debo de ser un mal artista. Lo que sí puedo confiarle es que esa mujer del cuadro es la única a la que he amado verdaderamente.
─ Pero usted no es un hombre casado, por lo que deduzco que alguna desgracia se habrá interpuesto entre usted y esa doncella para no llegar a estar juntos. O quizás, y perdone mi atrevimiento, algún otro hombre menos honesto que usted pero más afortunado.
─ No va usted mal encaminado. En realidad, me abandonó porque no fui capaz de darle un hijo, que era lo que ella más deseaba. De allí a un tiempo, se casó con el alfarero y tuvieron cinco hijas como cinco botijas, que muy apropiada me viene al caso la comparación. Nadie sabe hacia dónde partieron; en cualquier caso, nunca he vuelto a saber de ella.
─ Lo que no entiendo es por qué, si lo trató con tan poca consideración, ahora se empeñe en conservar ese lienzo, y con él, su recuerdo.
─ Porque un día, en mi viejo molino, una muchacha de mirada triste y aspecto enfermizo me reveló el amor más auténtico y, a cambio, le prometí que ese cuadro me acompañaría hasta la tumba.
Quién me iba a decir que tras escucharla iba a ser yo el que acabase llorando y sumido en la más turbadora aflicción. Al parecer, había llegado hasta sus oídos, la conversación entre dos criadas que trabajaban al servicio de sus padres. Las dos indiscretas confidentes se mostraban alarmadas ante el hecho de que ella, la hija menor del matrimonio, aún no supiese nada de sus verdaderos orígenes. En realidad, había sido vendida por una mujer que no podía criarla porque, según les escuchó decir, no contaba con el apoyo de su progenitor, quién acabó desentendiéndose de ambas. Entre bisbiseos, pudo escuchar el mote que atribuían a su madre: “La tahonera”. La abracé, la abracé con todas mis fuerzas, tantas, que no me quedaron ya más para contarle la verdad, una verdad que me sorprende incluso más a mí que a ella misma. Después de tantos años descubro que tengo una hija, una hija que me negó la mujer que amaba y a la que privó también de su verdadero padre, pero que el destino puso en la senda del río camino de mi viejo molino. Y ahora, en mi desesperación, no tengo nada con qué compensarla, tan solo una mentira compartida, el lienzo de su madre desnuda sobre las piedras del río, cerca de la pequeña presa donde solíamos hacer el amor.
***
─¡Le felicito sinceramente, señor! Esta obra es digna de lo más granado del arte impresionista. De aquí a nada lo veo a usted exponiendo sus obras en Marmottan, d’Orsay, Fabre o el mismísimo Louvre. ─ Tanta adulación siempre me ha causado cierto desasosiego porque hace que irrumpa en mí la sombra de las dudas, pero viniendo del señor Dupin, los comentarios halagüeños nunca han de tomarse como una trivialidad obsequiosa sino, simplemente, como una perversa mentira.
─¡Dios lo oiga, señor Dupin, pero creo que de momento será mejor que no abandone la tahona si no quiero morirme de hambre!
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Qué afortunado soy. Puedo contemplar escenas emocionantes incluso cuando estoy limpiando mis pinceles. En realidad, no sé si soy testigo azaroso de lo que sucede o si es mi mente, con sus deseos, la que traza mi destino, pero cierto es que hace unos minutos me lamentaba de la excesiva calma del humedal y no ha pasado ni un suspiro hasta que ella ha aparecido río arriba. De pronto, se derrumba y deja caer todo su ligero peso sobre las rodillas, que ceden sin mostrar resistencia, en medio del camino. Voy a acercarme. Me intriga su comportamiento pero temo asustarla. No es mi intención asustarla.
─ ¿Por qué lloras? ¿Te ha sucedido algo malo? ─ Como era de esperar, reacciona con estupor, pues se creía a solas con su tormento. Trato de disculparme por entrometerme de aquella manera, le acerco mi pañuelo para que seque sus lágrimas y ella parece aceptar mis disculpas con agrado.
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─ Pues si no piensa exponer ese cuadro en ningún museo, sería una verdadera pena que dejara pasar la oportunidad de vendérselo a alguien como yo, que sabe apreciar el arte en su justa medida. Porque el verdadero arte, amigo, es aquél que trasciende la mera belleza de lo representado para adentrarse en su compleja realidad emocional. Y usted, créame, ha sabido plasmar en esa grácil muchacha los sentimientos de un Dios vulnerable y enervado ante la maldad humana.─ El señor Dupin, en su empeño por alabar mi pintura había revelado su verdadera intención, la de hacerse con el cuadro. Pero aquel cuadro jamás sería vendido ni por toda la plata de Potosí.
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Ahora que la veo más calmada, estoy pensando en llevarla a mi escondrijo del viejo molino y enseñarle el paisaje que estoy pintando. Seguro que le gustará o, al menos, se distraerá y olvidará por un momento sus penas, cualquiera que fuesen. En efecto, su rostro está más relajado, y aunque todavía no me ha confiado el porqué de su desdicha, seguro que lo hará. El paisaje le ha gustado mucho y no para de hacerme preguntas sobre mi afición por los pinceles. Parece interesada de verdad.
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─Lamento decirle, señor Dupin, que no puedo venderle ese cuadro. Pídame cualquier otro, le haré uno por encargo si quiere, pero el cuadro de la muchacha desnuda en el río no se lo vendería ni a su maltrecho Napoleón, aunque el emperador tuviese a bien resucitar para comprármelo. Porque esa muchacha que usted audazmente interpreta como la representación misma del maniqueísmo entre la grandeza de Dios y la iniquidad del hombre, no es fruto de mi imaginación, sino una mujer de carne y hueso que un día se interpuso en mi vida, más concretamente, entre mi lienzo y yo.
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Esperaba el relato de una discusión con su madre o, tal vez, diferencias con alguna de sus amigas o la intransigencia de un padre que se indigna por la actitud rebelde de su hija. Pero lentamente, con un hilo de voz y declamación entrecortada, va trazando su particular historia y revelándome la causa de su dolor.
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─ Ustedes, los artistas, tienen fama de mujeriegos. Si guarda con tanto celo el retrato de una mujer desnuda, puedo adivinar que se tratará, sin duda, de una de sus amantes.
─ Bueno, señor Dupin, usted tiene todo el derecho del mundo a pensar lo que quiera. Lo de mujeriego no va conmigo. En ese sentido debo de ser un mal artista. Lo que sí puedo confiarle es que esa mujer del cuadro es la única a la que he amado verdaderamente.
─ Pero usted no es un hombre casado, por lo que deduzco que alguna desgracia se habrá interpuesto entre usted y esa doncella para no llegar a estar juntos. O quizás, y perdone mi atrevimiento, algún otro hombre menos honesto que usted pero más afortunado.
─ No va usted mal encaminado. En realidad, me abandonó porque no fui capaz de darle un hijo, que era lo que ella más deseaba. De allí a un tiempo, se casó con el alfarero y tuvieron cinco hijas como cinco botijas, que muy apropiada me viene al caso la comparación. Nadie sabe hacia dónde partieron; en cualquier caso, nunca he vuelto a saber de ella.
─ Lo que no entiendo es por qué, si lo trató con tan poca consideración, ahora se empeñe en conservar ese lienzo, y con él, su recuerdo.
─ Porque un día, en mi viejo molino, una muchacha de mirada triste y aspecto enfermizo me reveló el amor más auténtico y, a cambio, le prometí que ese cuadro me acompañaría hasta la tumba.
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Quién me iba a decir que tras escucharla iba a ser yo el que acabase llorando y sumido en la más turbadora aflicción. Al parecer, había llegado hasta sus oídos, la conversación entre dos criadas que trabajaban al servicio de sus padres. Las dos indiscretas confidentes se mostraban alarmadas ante el hecho de que ella, la hija menor del matrimonio, aún no supiese nada de sus verdaderos orígenes. En realidad, había sido vendida por una mujer que no podía criarla porque, según les escuchó decir, no contaba con el apoyo de su progenitor, quién acabó desentendiéndose de ambas. Entre bisbiseos, pudo escuchar el mote que atribuían a su madre: “La tahonera”. La abracé, la abracé con todas mis fuerzas, tantas, que no me quedaron ya más para contarle la verdad, una verdad que me sorprende incluso más a mí que a ella misma. Después de tantos años descubro que tengo una hija, una hija que me negó la mujer que amaba y a la que privó también de su verdadero padre, pero que el destino puso en la senda del río camino de mi viejo molino. Y ahora, en mi desesperación, no tengo nada con qué compensarla, tan solo una mentira compartida, el lienzo de su madre desnuda sobre las piedras del río, cerca de la pequeña presa donde solíamos hacer el amor.
Neuromante