Hoy en día nos hemos acostumbrado a que todo tenga precio y fecha de caducidad. El fenómeno traspasa los objetos puramente físicos para adentrarse en una nueva dimensión, la de los sentimientos, la de nuestras vidas, en definitiva, como hombres sapiens consumistas que somos o aspiramos a ser. Atrás quedaron ya los rancios compromisos matrimoniales; atrás quedó la época en que convivir con la misma persona durante toda la vida era síntoma de sentimientos robustos y garantía de familias psicológicamente saludables. Lo nuevo, lo real, lo auténtico, es el amor pasional, intenso, atrevido, que expira en el mismo momento en que empieza a desfallecer. Nada de hipocresías. ¿Quién se cree esa milonga del amor de por vida!: los necios, los ignorantes, los ilusos, los petimetres que no pueden salvarse a ellos mismos y pretenden arrastrar en su deriva a su pareja, a sus hijos y a todo hijo de madre que se precie. Los otros, los coherentes, los sabios, los apátridas del amor, bien saben que no pertenecen a nadie y que, por tanto, nadie les pertenece.
Y mientras la lucha se decanta a favor de los segundos, este mundo se parece cada vez más al que un día dibujó Aldous Huxley, donde todos necesitan de todos para hacer realidad su fantasía de relaciones promiscuas y superficiales pero donde, al mismo tiempo, ya nadie precisa de nadie, porque la supervivencia de la especie está garantizada gracias a la fabricación en serie de niños probeta, a las guarderías institucionales y al efecto narcótico de los centros comerciales. Somos tan inmensamente felices que la felicidad nos llega a causar dolor y todo porque hemos hecho una pequeña trampa, hemos caído queriéndolo, en el efecto boomerang del goce colectivo. Toda esa felicidad infinita no alcanza a satisfacernos porque no hemos erradicado el ser egoísta que llevamos dentro; el monstruo dispuesto a tratar a los demás como objetos se resiste abiertamente a verse tratado como un objeto; el fantoche que con su dinero paga los servicios de una prostituta grita más alto que nadie que su dignidad (la de él, no la de la puta) no tiene precio y la rompecorazones de instituto que presume de haber tenido más relaciones que catarros, lamenta desconsoladamente que nadie sepa reconocer su valía como persona.
No sé por cuánto tiempo resistiré, pero trato de mantenerme bien alejado de las normas sociales rígidas que lo mismo confunden mi razón que mis sentimientos y tanto me da que sean conservadoras como liberales. Entre el blanco y el negro existe una enriquecedora escala de grises que me guarece de las inclemencias de la oscuridad y de la luz cegadora. Cuando siento algo por una mujer, calibro esos sentimientos y los que ella pudiera tener. Aunque descubra que puedan ser prometedores no les doy la credibilidad de la infinitud pero tampoco pretendo explotar toda la traca para disfrutar sin demoras del estampido final. He ahí la razón de mi fracaso. No entiendo a los demás como objetos. Me resisto a utilizar a los demás como objetos aun cuando los demás no estén dispuestos a hacer lo mismo conmigo. En esa relación de trato desigual no hay lugar para las comparaciones y mucho menos para los lamentos. Sé a lo que me enfrento y lo asumo sin rencores. ¿Quién va a querer verme envejecer?¿Quién va a estar dispuesto a soportar mis manías? ¿Quién sufrirá mis defectos? ¿Quién podrá disfrutar de mis michelines y de mi cuerpo contrahecho? Sólo hay una posible respuesta: Quien quiera que la vea envejecer. Quien quiera que esté dispuesto a soportar sus manías. Quien quiera que tolere sus defectos. Quien desee que la ame por encima de lo puramente estético. ¿Todavía queda alguna mujer así? Dios lo quiera.