La vieja escalera de metal siente nostalgia de ti. Junto a ella, cada tarde, siguen rugiendo las mismas locomotoras que hace años nos obligaban a elevar el tono de voz para no interrumpir nuestra conversación. Pero ahora la escalera se muestra irritable, asustadiza y algo contrariada ante tan ensordecedor ruido. Ha perdido la sonrisa de antaño cuando, después de almorzar, te sentabas en su regazo a comer una naranja y de tu pequeña boca empezaba a brotar la fragancia embriagadora del zumo dulzón. Por más que intentaba evitarlo no conseguía escapar al hechizo de aquel aroma que todo lo impregnaba, estimulando mis sentidos y anestesiando mi alma. Con el solo gesto de desviar tu mirada hacia el horizonte conseguías transportarme a tu particular Edén. Eras la viva imagen de una Eva despreocupada, libre de pecado, cuyo único destino era hacerme caer en la tentación de la jugosa fruta extendiendo el brazo hacia mi boca con algún delicioso gajo. Desde luego que hubiese aceptado todos tus ofrecimientos si no fuese porque ya había saciado antes mi apetito contemplándote. Con todo, agradecía tu sonrisa pícara y la insistencia burlona con la que me asaltabas, a la manera en la que se trata de persuadir a un niño para que se coma toda la verdura. Entonces tenía metido en la cabeza que serías la mejor madre del mundo y, sin duda, no me equivocaba.Aunque disfrutaba mucho hablando contigo, el paso continuado de los trenes hacía que, en ocasiones, nos rindiésemos al silencio. Era una muestra de cortesía hacia aquellas moles metálicas que majestuosamente irrumpían en nuestra intimidad vindicando su derecho a ser escuchadas. Estoy convencido de que tú sí las entendías. En cambio, mis esfuerzos por interpretar su lánguido lamento de acero resultaban del todo inútiles. Ojalá que te contasen lo que yo pensaba y nunca me atrevía a decirte. Mi única osadía en aquellos instantes de silencio era aproximar mi mano hacia tu pelo para juguetear con él. Me fascinaba tu cabello. Tan liso y moreno cayendo como el agua cristalina de una cascada sobre los delicados hombros de alabastro. Si ya su tacto sedoso me resultaba gratificante, qué decir de tu sutil gesto de aprobación, reclinando el cuello levemente para hacer más intensa la presencia de mi mano. Convertimos aquellas caricias casi instintivas en un ritual sagrado, y las locomotoras, cómplices de nuestra ternura, acudían solícitas cada tarde para acallar nuestras voces y agitar nuestros corazones con su estruendoso latido.
Neuromante
